sábado, 21 de septiembre de 2013

Partido chivo

La zoología y el fútbol están emparentados. O por lo menos uno tiene referencias de la otra. Que el lateral derecho por lo general es un burro. Que el 5 mete como caballo. Que son unos perros y hay que mandarlos al matadero. Que se vayan todos.

Un partido chivo es aquel que de antemano se presenta como muy difícil de ganar o que termina siendo duro, trabado, luchado. Feo por lo general.

No fue por ninguna de estas características que el partido de ese domingo quedó en el recuerdo de todos. Tanto que se celebra todos los años con un gran asado. Obviamente que el que no puede ir nunca es Pancho porque le coincide con su aniversario de casado.

En los papeles sí pintaba para ser un partido complicado que, de ganarse, iba a quedar en el mejor de los recuerdos. Si se perdía o empataba era lo mismo: se casaba el Pancho la noche anterior y el domingo de mañana había que estar todos, en el estado que fuera. Y el rival no había aceptado cambiar la fecha del encuentro por lo que, a pesar de no tener antecedentes contra ellos, se generó una enemistad incendiaria y existía la esperanza de llevarse una victoria con ribetes épicos.

Pero no. A los veinte minutos ya perdíamos dos a cero y la cosa estaba liquidada. El rival se floreó y por suerte levantó la pata en el segundo tiempo, si no, nos comíamos ocho.

De todas formas, ¡hay que ver cómo llegamos esa mañana! A la mayoría solo nos dio para pasar por casa, levantar la ropa, tomar un café y arrancar para la cancha. Alguno más responsable llegó a dormir dos horitas. Las caras que iban apareciendo daban cada vez más lástima pero teníamos tremenda manija de ganarle a estos soretes que no nos cambiaron el partido. Los tenemos que pasar por arriba. Victoria. Épica. Gloria. Lo que cualquier futbolista desea. En cualquier circunstancia. Sobre todo si está en pedo.

Todos sabíamos que ese domingo podía pasar cualquier cosa. Lo que nadie esperaba era ver aparecer a Dieguito con la rubia.

En el casamiento la mayoría había andado bien (salvo el pendejo boludo que se mamó y dijo que la que estaba buenísima era la de blanco, en clara referencia a la novia, y que nadie más volvió a ver nunca) pero Dieguito, como siempre, la descosió.

Punterito, goleador, de pique explosivo, gambeta endemoniada y remate potente, Dieguito pudo haberse dedicado al fútbol profesional, pero le gustaba bastante el chupi y los padres lo habían hecho seguir los estudios. Ahora, si bien no era de los más viejos ya cargaba varias temporadas y algunos descensos a sus espaldas pero seguía siendo el jugador más desnivelante que teníamos.

Y era fachero así que no nos extrañó que a la primera canción después del vals ya se estuviera conversando a la amiga de la novia que estaba más buena que todas.

Él hubiera pretendido llevársela a un telo y dejar a todo el cuadro tirado pero ella no aceptó pasar lo que quedaba de la noche con él. Sí aceptó ir a desayunar a un restorán de comida rápida y acompañarlo al partido. Mejor para nosotros porque, en las condiciones en que estaba el cuadro, Dieguito era el único, incluso borracho, que podía hacer un gol y después metíamos la bañadera atrás.

La rubia tenía la misma cara de resaca y poco sueño que todo el resto del plantel pero estaba impecable. Y ahí se tiró, a un costado de la línea de cal, cerca del córner, al solcito, nadie sabe bien a qué.

El partido para Dieguito se acabó a los 15 minutos. Y con eso cualquier posibilidad de cogerse a la rubia. Pero inauguró la celebración del asado aniversario por el "partido chivo" cuando al segundo pique contra la raya tuvo que seguir para afuera y terminó vomitando encima de las botas recién compradas de la rubia.